Aurora García Rivas
(San Tirso de Abres, Asturias, 1948)
un saludo querida Aurora.
AURORA GARCÍA RIVAS
La tierra vertical (selección)
Aterrador, como un tornado
que hace añicos el corazón de los estambres,
siegas y siegas y siegas…
Almiaras juntos heno y mariposas
y abandonas a su suerte las alas abatidas.
Extenuados,
como corredores de fondo,
esperamos las horas del crepúsculo.
Un desenfreno de alas
de polillas se inmolan sobre el vapor
de las farolas de mercurio.
Es la hora de la puesta a punto de los relojes
de la noche, la señal
para olvidar, izar velas, partir
al otro lado de nosotros.
Con la amanecida, el retorno. Tanta
ceniza en los ojos, tanta desventura
de abrazos perdidos.
A partir de entonces consumimos
estériles verdades
hasta la hora de ajustar
de nuevo los relojes.
El viento golpea
al viento
obstinado
y melancólico.
Vuelco mis días en un espejo
sin reverso y hay
un gusano de luz en la bombilla,
una frágil y perversa mariposa delirante.
No sabes cuánto
me duele tu ausencia cuando el viento
golpea
sólo al viento.
Llueve. Son las dos.
Me acerco a la ventana,
sin luz, aterida, rebujo de sombras
y silencios.
Sobre la plaza
vela la noche mármoles y bronce.
Hace tanto frío…
Tras los cristales
se empaña el único gozo
que podría traerme la madrugada:
las cinco en el reloj.
Avivo la lumbre
mientras cuelgas en la percha
tu abrigo
y tus secretos.
Apenas nos miramos;
nos aturdimos
con palabras corteses, evasivas…
ante los posos amargos
de dos tazas de café.
No soporto los relojes
con tantas horas colgadas
del abismo.
Entre una
y otra carta tuya
me vacío como aceite sobre un río.
La espera es
un perro vigilante
alerta
en un rincón sin nombre.
Tan lejos de mis puestas de sol,
sobre tu Laguna pulsa la tarde sus cuerdas
de vihuela nostálgica. Fugaz
un instante, fugaz, que fue y ya no es.
Está cerrada la noche. Las calles desiertas
se alargan sin pausa, ladran los perros
mordiendo las sombras y ciega la luna
dilata su brasa.
Cada objeto, es indudable, cuenta una historia.
Hay siempre
una luz bajo la piel de las cosas. Reconozco
que los billetes que usamos
aquella tarde gris y cálida y tierna en un tren
de cercanías
me conmueven
con una intensidad inesperada. Pálido
recuerdo
que guardé entonces
con avaricia enamorada y que ahora
rescato.
Te rescato.
Algunas madrugadas parece que la vida
late un instante sobre la tersura de un espejo
y el mar es un sueño sin nombre.
Dentro de mis ojos siento el atroz
silencio de la muerte
y quienes precedieron mi memoria
me miran desde su honda soledad, pero ellos
no lo saben. Son como luciérnagas
en mi mente.
Pero vuelve la luz a mi ventana
y me rescatan los recuerdos
de amarillos y fugaces días de maíz.
En esta tierra, al sur de casi todo,
en la misma vertical de los cipreses,
sólo veo pavesas en el aire.
Es tan dura
que calcina el mismo fuego y hiere
el espacio entre mi piel
y el recuerdo de las brevas.
Regreso al Norte, a mi tierra labrantía:
quiero cosechar la miel
y los membrillos
y cerrar los tarros de la escarcha,
tiritar bajo la lluvia y amasar
el barro, las espigas y la aurora
y devolver a su sitio mis inviernos.
Si no vienes, iré sola.
Aquel Norte…
Nunca he visto el mar.
Se me figura como un campo de amapolas azules
con remos silentes y blancos.
Nunca lo he visto; posiblemente, no lo veré
nunca.
Oigo cómo se rompen tus remos.
…Era el viento sobre el trigo,
nunca veré el mar.
Nadie siembra
en la tierra vertical. Si al azar
una semilla encuentra el abrigo
de una grieta
y se embriaga de ocasos
y de auroras
será pasto de los pájaros
antes de abrirse su mañana.
Es preciso el reposo
del surco
que cobije su fervor,
y algo más que el abrazo amable
de algún dios que derrame
sobre ella
el latido de su semen.
Sembrador de fulgores
y otras claridades: esparce a boleo
tu tiempo de armonía en mi llanura
roturada.
(Poema para Aureliano)
Escucha
al viento en el centeno.
Mira qué azul de espigas despertando
al áspero cantar de los gorriones. Pesa
sobre el mundo tanta luz incierta
que abro mis manos e intento mitigar
la fatiga que te vence.
Pero barre la mañana su propia melodía
agotada de tanto resplandor y Nada te concede
como último don
la transparencia de la niebla.
(Para Carmen Rueda)
Al mediodía. Era siempre al mediodía,
en la frágil hora de las libélulas.
Alas de percalina planeaban
sobre el agua. Las truchas dormitaban
en el fondo del remanso.
La loca tejía. Tejía
coronas de algas con gesto paciente,
con ternura infinita.
Desnuda y cándida hilaba,
sin tiempo, sin prisa, babas y risas.
El río le trepaba los muslos, lamía
su pubis florecido de oscuros
pétalos vírgenes.
En el aire zumbaban solitarios
moscones azules. La loca ya no tejía,
extasiada cerraba los ojos y el agua
gemía.
Igual que yo, sustenta
la luz
sus razones en las sombras.
Si alimento transparencias es por pasar
inadvertida
entre el perfume del laurel
y las miradas de los santos.
Sin embargo necesito
anclarme al suelo con los pies,
rozar a cada instante el perfil
de las espinas
y establecer términos exactos
entre la evidencia y las verdades
que no creo.
No logro reconocer el exceso
de esta luna urbana
que ayer
se embriagaba de azahares entre mis naranjos.
Aquí no es la luna más
que una lágrima
en el cuenco de la noche, una lágrima redonda
con su dolor inmenso.
Acércate, Sembrador, sosiega tus urgencias,
es aún tan joven la mañana.
Siéntate a mi lado y charlemos bajo el cielo
donde vuelan los pájaros hambrientos.
A ese último puñado
de trigo
que te queda
dale un destino más alto:
deja que alimente a las bestias pequeñas
o que tenga la misma utilidad que los luceros.
Mientras tanto
vigilemos cada surco
de este mar inesperado.
Siéntate, Sembrador, he traído
algo de pan: tejamos juntos los ovillos de la aurora.
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