miércoles, 20 de junio de 2007

AURORA GARCIA RIVAS

homenaje a esta gran escritora

Aurora García Rivas

(San Tirso de Abres, Asturias, 1948)

un saludo querida Aurora.


AURORA GARCÍA RIVAS

La tierra vertical (selección)


Aterrador, como un tornado

que hace añicos el corazón de los estambres,

siegas y siegas y siegas…

Almiaras juntos heno y mariposas

y abandonas a su suerte las alas abatidas.

Extenuados,

como corredores de fondo,

esperamos las horas del crepúsculo.

Un desenfreno de alas

de polillas se inmolan sobre el vapor

de las farolas de mercurio.

Es la hora de la puesta a punto de los relojes

de la noche, la señal

para olvidar, izar velas, partir

al otro lado de nosotros.

Con la amanecida, el retorno. Tanta

ceniza en los ojos, tanta desventura

de abrazos perdidos.

A partir de entonces consumimos

estériles verdades

hasta la hora de ajustar

de nuevo los relojes.

El viento golpea

al viento

obstinado

y melancólico.

Vuelco mis días en un espejo

sin reverso y hay

un gusano de luz en la bombilla,

una frágil y perversa mariposa delirante.

No sabes cuánto

me duele tu ausencia cuando el viento

golpea

sólo al viento.

Llueve. Son las dos.

Me acerco a la ventana,

sin luz, aterida, rebujo de sombras

y silencios.

Sobre la plaza

vela la noche mármoles y bronce.

Hace tanto frío…

Tras los cristales

se empaña el único gozo

que podría traerme la madrugada:

las cinco en el reloj.

Avivo la lumbre

mientras cuelgas en la percha

tu abrigo

y tus secretos.

Apenas nos miramos;

nos aturdimos

con palabras corteses, evasivas…

ante los posos amargos

de dos tazas de café.

No soporto los relojes

con tantas horas colgadas

del abismo.

Entre una

y otra carta tuya

me vacío como aceite sobre un río.

La espera es

un perro vigilante

alerta

en un rincón sin nombre.

Tan lejos de mis puestas de sol,

sobre tu Laguna pulsa la tarde sus cuerdas

de vihuela nostálgica. Fugaz

un instante, fugaz, que fue y ya no es.

Está cerrada la noche. Las calles desiertas

se alargan sin pausa, ladran los perros

mordiendo las sombras y ciega la luna

dilata su brasa.

Cada objeto, es indudable, cuenta una historia.

Hay siempre

una luz bajo la piel de las cosas. Reconozco

que los billetes que usamos

aquella tarde gris y cálida y tierna en un tren

de cercanías

me conmueven

con una intensidad inesperada. Pálido

recuerdo

que guardé entonces

con avaricia enamorada y que ahora

rescato.

Te rescato.

Algunas madrugadas parece que la vida

late un instante sobre la tersura de un espejo

y el mar es un sueño sin nombre.

Dentro de mis ojos siento el atroz

silencio de la muerte

y quienes precedieron mi memoria

me miran desde su honda soledad, pero ellos

no lo saben. Son como luciérnagas

en mi mente.

Pero vuelve la luz a mi ventana

y me rescatan los recuerdos

de amarillos y fugaces días de maíz.

En esta tierra, al sur de casi todo,

en la misma vertical de los cipreses,

sólo veo pavesas en el aire.

Es tan dura

que calcina el mismo fuego y hiere

el espacio entre mi piel

y el recuerdo de las brevas.

Regreso al Norte, a mi tierra labrantía:

quiero cosechar la miel

y los membrillos

y cerrar los tarros de la escarcha,

tiritar bajo la lluvia y amasar

el barro, las espigas y la aurora

y devolver a su sitio mis inviernos.

Si no vienes, iré sola.

Aquel Norte…

Nunca he visto el mar.

Se me figura como un campo de amapolas azules

con remos silentes y blancos.

Nunca lo he visto; posiblemente, no lo veré

nunca.

Oigo cómo se rompen tus remos.

…Era el viento sobre el trigo,

nunca veré el mar.

Nadie siembra

en la tierra vertical. Si al azar

una semilla encuentra el abrigo

de una grieta

y se embriaga de ocasos

y de auroras

será pasto de los pájaros

antes de abrirse su mañana.

Es preciso el reposo

del surco

que cobije su fervor,

y algo más que el abrazo amable

de algún dios que derrame

sobre ella

el latido de su semen.

Sembrador de fulgores

y otras claridades: esparce a boleo

tu tiempo de armonía en mi llanura

roturada.

(Poema para Aureliano)

Escucha

al viento en el centeno.

Mira qué azul de espigas despertando

al áspero cantar de los gorriones. Pesa

sobre el mundo tanta luz incierta

que abro mis manos e intento mitigar

la fatiga que te vence.

Pero barre la mañana su propia melodía

agotada de tanto resplandor y Nada te concede

como último don

la transparencia de la niebla.

(Para Carmen Rueda)

Al mediodía. Era siempre al mediodía,

en la frágil hora de las libélulas.

Alas de percalina planeaban

sobre el agua. Las truchas dormitaban

en el fondo del remanso.

La loca tejía. Tejía

coronas de algas con gesto paciente,

con ternura infinita.

Desnuda y cándida hilaba,

sin tiempo, sin prisa, babas y risas.

El río le trepaba los muslos, lamía

su pubis florecido de oscuros

pétalos vírgenes.

En el aire zumbaban solitarios

moscones azules. La loca ya no tejía,

extasiada cerraba los ojos y el agua

gemía.

Igual que yo, sustenta

la luz

sus razones en las sombras.

Si alimento transparencias es por pasar

inadvertida

entre el perfume del laurel

y las miradas de los santos.

Sin embargo necesito

anclarme al suelo con los pies,

rozar a cada instante el perfil

de las espinas

y establecer términos exactos

entre la evidencia y las verdades

que no creo.

No logro reconocer el exceso

de esta luna urbana

que ayer

se embriagaba de azahares entre mis naranjos.

Aquí no es la luna más

que una lágrima

en el cuenco de la noche, una lágrima redonda

con su dolor inmenso.

Acércate, Sembrador, sosiega tus urgencias,

es aún tan joven la mañana.

Siéntate a mi lado y charlemos bajo el cielo

donde vuelan los pájaros hambrientos.

A ese último puñado

de trigo

que te queda

dale un destino más alto:

deja que alimente a las bestias pequeñas

o que tenga la misma utilidad que los luceros.

Mientras tanto

vigilemos cada surco

de este mar inesperado.

Siéntate, Sembrador, he traído

algo de pan: tejamos juntos los ovillos de la aurora.



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